lunes, 11 de junio de 2012
Ellas, las ramas.
Ventana
viernes, 25 de noviembre de 2011
El cielo cerca del polo
Aquí bajo el cielo cerca del polo la belleza cobra un nuevo sentido. La tierra se siente mas bruta y la vida del humano más insignificante. Las penas desaparecen con solo entornar la vista hacia la bóveda celeste y las preocupaciones parecen menos importantes cuando la sublimidad de tales cielos cubren todo lo mundano.
Los cielos son tan claros que su azul necesitaría de cien sinónimos pasa poderse describir, la luz es tan potente que puede absorber el tiempo con un hipnotizar similar al del fuego, y su noche es tan negra que las estrellas parecen estar años luz más cerca del suelo. Y tal vez estirando la mano puedes atrapar la estrella fugaz, y soplando puedes hacer bailar a la aurora boreal y puedes quemarte con las nubes encendidas y puedes creer que tus ojos no te engañan y enamorarte y llorar de felicidad.
Mirando al cielo cerca del polo uno es imposible no dedicarse a la contemplación de tan milagrosa hermosura e imaginar que el vacío de la inmensidad nos atrapa y por unos instantes, volar.
Los cielos son tan claros que su azul necesitaría de cien sinónimos pasa poderse describir, la luz es tan potente que puede absorber el tiempo con un hipnotizar similar al del fuego, y su noche es tan negra que las estrellas parecen estar años luz más cerca del suelo. Y tal vez estirando la mano puedes atrapar la estrella fugaz, y soplando puedes hacer bailar a la aurora boreal y puedes quemarte con las nubes encendidas y puedes creer que tus ojos no te engañan y enamorarte y llorar de felicidad.
Mirando al cielo cerca del polo uno es imposible no dedicarse a la contemplación de tan milagrosa hermosura e imaginar que el vacío de la inmensidad nos atrapa y por unos instantes, volar.
viernes, 14 de mayo de 2010
Vecino Hoy
Vecino: adj. Que habita con otros en un mismo pueblo, barrio o casa, en habitación independiente. (Definición de la RAE).
Definitivamente, en pleno siglo XXI esta definición es literal, y cualquier tipo de carga sentimental que pudiese acarrear desde siglos atrás esta palabra, ha desaparecido por completo. Al menos, en grandes ciudades como Barcelona. A veces me pregunto cómo saber si al otro lado de los ladrillos no hay otra persona llorando, otro niño escondido bajo el edredón, otra madre sufriendo, otra pareja que ha dejado de quererse… Cómo averiguar que no estás solo. Los vecinos te rodean, les oyes y les ves continuamente, pero ¿qué son? Vecino hoy en día no es nada. Nadie quiere que sea algo.
No me excluyo de esta actitud introvertida e individualista, llegar a casa es como esconderse en una caverna, rincón de paz y tranquilidad. Después de un día intenso sobreviviendo a los tiburones de la gran ciudad, ¿a quién le quedan ganas para tener una distendida charla vecinal? A mí, no.
Ha desaparecido incluso aquella complicidad tan explotada por Hollywood que permitía salir en camisón a pedirle sal al vecino, aquella confianza que venía de serie y que presentaba situaciones de vecinos ayudándose a desmontar o cargar muebles, a pintar una pared, a comprarse el pan mutuamente. ¿Dónde están aquellas relaciones que convertían a los vecinos en una especie de primos lejanos? ¿Dónde están esas vecinas a las que dejarles tu hijo si te surge un imprevisto? ¿Por qué ya nadie deja su juego de llaves al vecino? ¿Por qué evitamos la convivencia?
¿Por qué hoy los vecinos son solo una variopinta selección de personas anónimas con las que solo te une una maldita escalera?
http://www.youtube.com/watch?v=l4WIsQwkbJw
Definitivamente, en pleno siglo XXI esta definición es literal, y cualquier tipo de carga sentimental que pudiese acarrear desde siglos atrás esta palabra, ha desaparecido por completo. Al menos, en grandes ciudades como Barcelona. A veces me pregunto cómo saber si al otro lado de los ladrillos no hay otra persona llorando, otro niño escondido bajo el edredón, otra madre sufriendo, otra pareja que ha dejado de quererse… Cómo averiguar que no estás solo. Los vecinos te rodean, les oyes y les ves continuamente, pero ¿qué son? Vecino hoy en día no es nada. Nadie quiere que sea algo.
No me excluyo de esta actitud introvertida e individualista, llegar a casa es como esconderse en una caverna, rincón de paz y tranquilidad. Después de un día intenso sobreviviendo a los tiburones de la gran ciudad, ¿a quién le quedan ganas para tener una distendida charla vecinal? A mí, no.
Ha desaparecido incluso aquella complicidad tan explotada por Hollywood que permitía salir en camisón a pedirle sal al vecino, aquella confianza que venía de serie y que presentaba situaciones de vecinos ayudándose a desmontar o cargar muebles, a pintar una pared, a comprarse el pan mutuamente. ¿Dónde están aquellas relaciones que convertían a los vecinos en una especie de primos lejanos? ¿Dónde están esas vecinas a las que dejarles tu hijo si te surge un imprevisto? ¿Por qué ya nadie deja su juego de llaves al vecino? ¿Por qué evitamos la convivencia?
¿Por qué hoy los vecinos son solo una variopinta selección de personas anónimas con las que solo te une una maldita escalera?
http://www.youtube.com/watch?v=l4WIsQwkbJw
lunes, 10 de mayo de 2010
Entre Córcega e Industria I
La primera cita de Juan y Rosa se sucedió frente a las atentas miradas de varios vecinos un sábado por la mañana. La primavera ya había arrancado en la ciudad y los paseantes aparecían en las calles como los caracoles en el campo después de una fuerte tormenta. Entre Córcega e Industria en aquella calle tan familiar las vecinas se sentaban frente a sus casas charlando y viendo a la gente pasar. Semejante comportamiento ya desapareció hace décadas, justo cuando aquella ciudad pequeña y tradicional empezó a convertirse en metrópolis, monstruoso enclave de negocios y turistas.
Juan y Rosa crecieron en un entorno donde se podía caminar de Gracia a Sants en quince minutos, rodeado de campo y sin sufrir ningún atasco estando dentro de un autobús. Crecieron en la cuna de una futura gran ciudad, crecieron en época de guerras, en época de chabolas, en una época donde los niños necesitaban el ingenio y la imaginación para poder jugar. Crecieron cuando carros y coches todavía convivían, debían “bajar a Barcelona” de compras. Crecieron en calles donde, a falta de tele, los vecinos eran la mejor distracción. Crecieron en un mundo donde los vecinos eran mucho más que aquellos simples desconocidos con los que se comparten un par de capas de ladrillo.
Rosa se apoyaba en la pared, justo bajo el número que indicaba la posición de su casa, enfundada en un vestido verde y con la cara mirando al cielo, como un girasol. Su tía le hacía compañía hablándole sin cesar de mil y una historias del vecindario sin percatarse que Rosa, joven y guapa muchacha soltera divagaba entre pensamientos sobre el amor sin escuchar una sola palabra. Juan estaba preparando la moto para salir de excursión con unas parejas amigas cuando vio la blanca piel de Rosa brillando en el sol, con aquel vestido verde que la hacía parecer una flor, una flor llena de color crecida en el ensanche de una Barcelona cada vez más industrial y gris.
Lo que pasara en aquella excursión en moto, siempre será un misterio.
Juan y Rosa crecieron en un entorno donde se podía caminar de Gracia a Sants en quince minutos, rodeado de campo y sin sufrir ningún atasco estando dentro de un autobús. Crecieron en la cuna de una futura gran ciudad, crecieron en época de guerras, en época de chabolas, en una época donde los niños necesitaban el ingenio y la imaginación para poder jugar. Crecieron cuando carros y coches todavía convivían, debían “bajar a Barcelona” de compras. Crecieron en calles donde, a falta de tele, los vecinos eran la mejor distracción. Crecieron en un mundo donde los vecinos eran mucho más que aquellos simples desconocidos con los que se comparten un par de capas de ladrillo.
Rosa se apoyaba en la pared, justo bajo el número que indicaba la posición de su casa, enfundada en un vestido verde y con la cara mirando al cielo, como un girasol. Su tía le hacía compañía hablándole sin cesar de mil y una historias del vecindario sin percatarse que Rosa, joven y guapa muchacha soltera divagaba entre pensamientos sobre el amor sin escuchar una sola palabra. Juan estaba preparando la moto para salir de excursión con unas parejas amigas cuando vio la blanca piel de Rosa brillando en el sol, con aquel vestido verde que la hacía parecer una flor, una flor llena de color crecida en el ensanche de una Barcelona cada vez más industrial y gris.
Lo que pasara en aquella excursión en moto, siempre será un misterio.
jueves, 6 de mayo de 2010
Vecinos que entienden de ironías
Hay una alfombrilla en mi rellano que dice “Cuidado con el perro” y está recortada como si algún monstruo malévolo se hubiese zampado una esquina.
Los inquilinos de ese piso son los dueños de un Yorkshire toy. El perro será ruidoso, histérico y rabioso pero, desde luego, no hay que tener cuidado con él.
martes, 27 de abril de 2010
Canela fina, fina
Tener como portero a la antítesis de Jean Baptiste Grenouille (aquel chaval con los epitelios olfativos supra-desarrollados que asesinaba y embalsamaba mujeres para conseguir el más selecto de los perfumes imaginados y por imaginar) es un problema.
Aromator (vamos a denominarlo así en honor a su capacidad destructiva del ambiente aromático del inmueble) es el portero de mi finca y tiene dos problemas: un olfato en exceso defectuoso y una especie de fobia a que ese defecto le acarree problemas. En consecuencia, Aromator aunque demasiado excelente en eso de fregar, siempre se excede con el líquido “ambientador”, no vaya a ser que huela mal y él no se de cuenta. Limpia hasta la execración, la pega es que usa un tremendo líquido olor a canela.
A mí antes me gustaba la canela, endulza el chocolate con un toque especial y la adoraba en las galletas. Ahora, aunque presume de ser una especie con múltiples propiedades beneficiosas para el aparato digestivo, me da ganas de devolver. A las siete de la mañana, el control de las arcadas ante la fragancia caneloide impregnada por Aromator se convierte en un reto. Su olor se instala en la piel y durante unos minutos la nariz no percibe ningún otro olor, en nuestra escalera no hay lugar para fragancia fritanga, olor a tabaco o aroma de algún perfume caro que algún vecino deje en el ascensor. Aquí, siempre huele a canela.
El intenso olor que desprende el “ambientador” obliga a taparse nariz y boca, entrar a la portería es como bucear, la inspiración es igual al ahogamiento. Así como para aquellos que viven en el primero las partículas odoríferas y volátiles de la canela no dejan de ser una cuestión anecdótica, el problema se intensifica a medida que se superponen los escalones que recorren el edificio. Tratar de llegar al cuarto piso sin respirar puede ser algo bastante peligroso.
Comparto que es más agradable el olor a limpio y recién enjabonado que cualquier esencia pestilente flotando en el ambiente, aunque sinceramente, ya no me importaría nada oler de vez en cuando qué cocina la vecina, si la adolescente de abajo ha ido a la discoteca por la tarde o qué colonia nueva se ha comprado el inquilino del tercero. La mucosa olfativa está harta de esta tortura china.
A pesar de esta pequeña penitencia a la que nos tiene sometidos Aromator es feroz en su trabajo. Sin embargo, Jean-Baptiste Grenouille, donde quiera que esté, puede oler el olor a canela y, en algún lugar, se está volviendo loco.
Aromator (vamos a denominarlo así en honor a su capacidad destructiva del ambiente aromático del inmueble) es el portero de mi finca y tiene dos problemas: un olfato en exceso defectuoso y una especie de fobia a que ese defecto le acarree problemas. En consecuencia, Aromator aunque demasiado excelente en eso de fregar, siempre se excede con el líquido “ambientador”, no vaya a ser que huela mal y él no se de cuenta. Limpia hasta la execración, la pega es que usa un tremendo líquido olor a canela.
A mí antes me gustaba la canela, endulza el chocolate con un toque especial y la adoraba en las galletas. Ahora, aunque presume de ser una especie con múltiples propiedades beneficiosas para el aparato digestivo, me da ganas de devolver. A las siete de la mañana, el control de las arcadas ante la fragancia caneloide impregnada por Aromator se convierte en un reto. Su olor se instala en la piel y durante unos minutos la nariz no percibe ningún otro olor, en nuestra escalera no hay lugar para fragancia fritanga, olor a tabaco o aroma de algún perfume caro que algún vecino deje en el ascensor. Aquí, siempre huele a canela.
El intenso olor que desprende el “ambientador” obliga a taparse nariz y boca, entrar a la portería es como bucear, la inspiración es igual al ahogamiento. Así como para aquellos que viven en el primero las partículas odoríferas y volátiles de la canela no dejan de ser una cuestión anecdótica, el problema se intensifica a medida que se superponen los escalones que recorren el edificio. Tratar de llegar al cuarto piso sin respirar puede ser algo bastante peligroso.
Comparto que es más agradable el olor a limpio y recién enjabonado que cualquier esencia pestilente flotando en el ambiente, aunque sinceramente, ya no me importaría nada oler de vez en cuando qué cocina la vecina, si la adolescente de abajo ha ido a la discoteca por la tarde o qué colonia nueva se ha comprado el inquilino del tercero. La mucosa olfativa está harta de esta tortura china.
A pesar de esta pequeña penitencia a la que nos tiene sometidos Aromator es feroz en su trabajo. Sin embargo, Jean-Baptiste Grenouille, donde quiera que esté, puede oler el olor a canela y, en algún lugar, se está volviendo loco.
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