lunes, 11 de junio de 2012

Ellas, las ramas.


El frio helador me golpea la única parte del rostro que tengo descubierta. Me enrojece la nariz y me congela las pestañas, me cuartea los labios. Sentir el poder del frio me da ganas de respirar. Inhalar aire y sentir su recorrido, sentir como se mueve más lento cuanto más frio es. Notar como llega a los pulmones. Descubrir tu interior. Cuando descubres el centro de ti, hasta la piel pierde toda su relevancia. Quiero más. Me saco el gorro y me arranco los guantes con los dientes. Mis manos se lian con la larga bufanda y la lana queda rozando la nieve. La miro y sonrio porque en la nieve nada se moja; eso me gusta. Bastan unos instantes para sentir el azote del aire polar acariciarme el cabello. Mis manos, todavía calientes, se posan sobre la coronilla y frio y calor se juntan, se combinan y se comparten. Comienzo a caminar. El frio te congela por fuera y te deshace por dentro. Se humedecen los ojos y brillan, se humedece la nariz y agua amenaza con caer en dirección al labio superior. Tan poético y tan visceral, natural y animal. A lo lejos veo nubes color mandarina que brillan bajo rayos directos de luz corazón de margarita y cuelgan de un fondo blanco roto que se vuelve más turquesa a medida que se cruza con mi camino. Los árboles raquíticos recortan el telón con un gesto brutal pero acogedor. Sus ramas tenebrosas se hiergen como pinchando el vacío pacífico de la inmensidad pero su marrón ennegrecido le otorgan al paisaje toda la calidez. Al caminar parece que los árboles se mueven y cual blancanieves en un bosque encantado siento que empiezan a moverse. Las ramas desnudas y agrietadas no se averguenzan de nada y no quieren hibernar, luchan cada mañana por vivir y esperanzadoras siguen creciendo, celosas del increíble cielo hibernal esperan al calor para volver a convertirse en protagonistas únicas del lugar .

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