martes, 27 de abril de 2010

Canela fina, fina

Tener como portero a la antítesis de Jean Baptiste Grenouille (aquel chaval con los epitelios olfativos supra-desarrollados que asesinaba y embalsamaba mujeres para conseguir el más selecto de los perfumes imaginados y por imaginar) es un problema.

Aromator (vamos a denominarlo así en honor a su capacidad destructiva del ambiente aromático del inmueble) es el portero de mi finca y tiene dos problemas: un olfato en exceso defectuoso y una especie de fobia a que ese defecto le acarree problemas. En consecuencia, Aromator aunque demasiado excelente en eso de fregar, siempre se excede con el líquido “ambientador”, no vaya a ser que huela mal y él no se de cuenta. Limpia hasta la execración, la pega es que usa un tremendo líquido olor a canela.

A mí antes me gustaba la canela, endulza el chocolate con un toque especial y la adoraba en las galletas. Ahora, aunque presume de ser una especie con múltiples propiedades beneficiosas para el aparato digestivo, me da ganas de devolver. A las siete de la mañana, el control de las arcadas ante la fragancia caneloide impregnada por Aromator se convierte en un reto. Su olor se instala en la piel y durante unos minutos la nariz no percibe ningún otro olor, en nuestra escalera no hay lugar para fragancia fritanga, olor a tabaco o aroma de algún perfume caro que algún vecino deje en el ascensor. Aquí, siempre huele a canela.

El intenso olor que desprende el “ambientador” obliga a taparse nariz y boca, entrar a la portería es como bucear, la inspiración es igual al ahogamiento. Así como para aquellos que viven en el primero las partículas odoríferas y volátiles de la canela no dejan de ser una cuestión anecdótica, el problema se intensifica a medida que se superponen los escalones que recorren el edificio. Tratar de llegar al cuarto piso sin respirar puede ser algo bastante peligroso.

Comparto que es más agradable el olor a limpio y recién enjabonado que cualquier esencia pestilente flotando en el ambiente, aunque sinceramente, ya no me importaría nada oler de vez en cuando qué cocina la vecina, si la adolescente de abajo ha ido a la discoteca por la tarde o qué colonia nueva se ha comprado el inquilino del tercero. La mucosa olfativa está harta de esta tortura china.

A pesar de esta pequeña penitencia a la que nos tiene sometidos Aromator es feroz en su trabajo. Sin embargo, Jean-Baptiste Grenouille, donde quiera que esté, puede oler el olor a canela y, en algún lugar, se está volviendo loco.

Lo vulgar de la Domótica

Tengo treinta años y he decidido mudarme a una casa domótica.

Hoy me he despertado tarde y he cogido de la mesilla el mando con el que controlo mi casa. Apretando un botón he abierto las persianas de mi cuarto. Qué día tan maravilloso, he pensado. Hace calor, podría abrir la ventana. ¿Para qué? He apretado otro botón de mi mando y he puesto el aire acondicionado. Apretando otro he encendido la televisión, miraré el noticiario mientras como algo. El mando me ha avisado de que la nevera está más vacía de lo habitual. Con una tecla he borrado el aviso y con otra le he preguntado la hora. Con el sistema de detección de posición se ha encendido el micrófono de la cocina y me ha dicho que son las cuatro de la tarde. He sentido que perdía el día así que he decidido ir a asearme. Con mi mando he programado una bañera. 38 grados centígrados. Exactos. Adoro mi casa domótica.

Al salir de la ducha el espejo no estaba empañado, había programado esa función también con mi mando. Al mirarme en él he visto que me estoy poniendo un poco gordo últimamente. He decidido salir a correr un rato, a ver si bajo el barrigón. He encendido las luces del cuarto con el mando para entrar a cambiarme. Al equivocarme de flecha se han puesto en marcha las lámparas en posición Luz Tenue y he recordado cuánto hace que no tengo pareja y no salgo a pasarlo bien; ¡pero es que se está tan cómodo en esta casa! Rápidamente mi dedo índice se ha escurrido entre los interruptores para devolver la luz a su posición normal. Sentado en el borde de la cama la ropa del armario daba vueltas ante mí, esta función de perchero giratorio también la puedo controlar con mi mando. Es genial. He visto un jersey que me regalaron mis amigos por mi último cumpleaños. Hace mucho que no les veo pero es que ellos siguen yendo al bar a ver los partidos y yo prefiero verlos en mi enorme televisión desde la cual puedo bajar la temperatura de la nevera para cuando me llegue la compra que estoy haciendo por internet, en la misma pantalla todo a la vez. Aún así los recuerdos me han producido nostalgia. He marcado el número de mi mejor amigo con el mando y he hablado con él a través del sistema de altavoces y micros que instalé en mi cuarto junto con todo el sistema domótico. Hemos decidido vernos en media hora en la otra punta de la ciudad. Ningún problema. Compré un perro robot que es una cámara de vigilancia y que controlo con mi mando y también con mi teléfono móvil cuando salgo de casa. No tengo por qué sufrir ya que si cualquiera pretende entrar a robarme, el perro-cámara me manda de inmediato un mensaje al móvil avisándome de la presencia intrusa. En ese caso programo con mi mando que el teléfono de casa llame a la policía y desvíe la llamada a mi teléfono móvil, en menos que canta un gallo ya tenemos al ladrón en el calabozo. Y ese bicho, me hace tanta compañía. Es como esa función que tiene el mando que me permite encender la música cuando y desde donde yo quiera y así controlar la base de datos mp3, el archivo de CD’s, poner la radio, etcétera; cuando aprieto el botón para música ambiental es como si no estuviese solo.

Ya vestido he programado todo: iluminación, climatización, persianas y toldos, puertas y ventanas, electrodomésticos, suministro de agua y gas, todo apagado a las 21:00 en punto. Ni un minuto más ni un minuto menos, mi mando nunca falla. He acariciado a mi perro-robot-cámara, he cogido algunas monedas y me he acercado a la puerta. ¡Mierda! El mando se ha quedado sin pilas y tenía la cerradura programada para estar cerrada todo el día porque no pretendía salir. Busco, busco y busco pilas. En los cajones y los armarios. Corro por casa hurgando en todos los rincones. Miro sobre la mesa, bajo la mesa, en las estanterías, en la caja de herramientas, bajo la cama. No tengo. ¿Qué voy a hacer ahora? Deben quedar pocos minutos para las 21:00h y me quedaré sin luz, sin agua, herméticamente cerrado entre las persianas y no funcionará el televisor. Tranquilidad, llamaré al servicio técnico.

“Bienvenido al servicio técnico de su casa domótica. No atendemos peticiones en fin de semana, por favor, deje su mensaje a continuación y le llamaremos durante la próxima semana. Gracias por confiar en nuestros servicios.”

domingo, 18 de abril de 2010

84.000 cucarachas y Bruno

Conozco la historia de un hombre llamado Bruno que cría diferentes especies de animales en su pequeño zoo.

Bruno nació en el Ensanche de Barcelona, prácticamente a la vez que el edificio donde le dieron a luz y en el que todavía transcurre su vida. Ambos rondan el siglo aunque por su aspecto bien podrían llevar en el mundo alrededor de unos doscientos años. Él se corresponde con el cliché de anciano malhumorado y solitario, y a sabiendas que el incremento de tozudez es directamente proporcional al paso de los años, no debe ser un vecino fácil de soportar. Bruno es ya el único inquilino que conserva el espíritu de finales del XIX: a día de hoy todavía se niega a instalar un retrete o una bañera en su propiedad. Debido a su actitud pro-palangana y a los efectos del paso del tiempo, ni los múltiples patios a los que se abre su vivienda han sido suficientes para salvar a este edificio tan viejo como él de la invasión de las temidas cucarachas.

Los vecinos residentes en el mismo bloque que Bruno no tardaron en apreciar la invasión de las cucarachas a lo largo y ancho de las zonas comunitarias procedentes de la rendija inferior de su puerta. Trataron de disuadir la conquista de estos animalillos existentes desde el Silúrico a través de diferentes venenos y actualmente buscan una forma legal de introducirse en la vivienda de Bruno, aún en contra de su voluntad, para que la plaga pueda ser fumigada por expertos.

Hay que saber que las cucarachas son animales nocturnos que pasan más del 70% del tiempo escondidas y que se estima que por cada cucaracha que se ve cohabitan en el lugar otras 200. Calculemos la proporción cucaracha-vecino de la comunidad. El edificio tiene tres plantas, principal y entresuelo; cuatro pisos por planta a excepción del ático que solo tiene dos puertas en el rellano; sus vecinos son, además de Bruno, una mujer octogenaria propietaria de tres pisos, un soltero, tres parejas jóvenes, una familia con cuatro hijos y otros tipos de grupos que no varían en exceso la densidad. Digamos que, aproximadamente, en el edificio viven 35 vecinos. Si suponemos que cada vecino sube por las escaleras dos veces al día y baja otras dos y en cada trayecto se encuentra tres cucarachas, viven en el inmueble exactamente 84.000 adorables bichos. Eso son, a groso modo, unas 2.500 cucarachas por vecino.

Pero Bruno no solo disfruta de rastreros (hormigas, cucarachas...), tiene un perro que es la base para el cultivo de algunas otras especies. Su piel y pelo ven nacer, reproducirse y morir a multitud de familias de pulgas, garrapatas y otros a diario. Cabe suponer que en el pequeño ecosistema que ambos habitan se encuentran también crustáceos (cochinillas de la humedad) y arácnidos (ácaros, etc.). Además, las cucarachas transportan sobre su cuerpo organismos causantes de diversas formas de gastroenteritis y en su interior viven gran cantidad de microorganismos como protozoarios. Tal vez quién decidió reproducir un complejo ecosistema integrando en él flora y fauna características del Amazonas dentro del antiguo Museo de la Ciencia de Barcelona habría cambiado de idea si hubiese sabido de la existencia de Bruno y su pequeño zoo.

Sus vecinos le critican, le juzgan y le acusan sin pensar que están machacando al que, probablemente, sea el mayor criador de cucarachas domésticas y otras especies de la suciedad de toda la ciudad.

sábado, 17 de abril de 2010

Música en las vigas

www.youtube.com/watch?v=0Su8LXNS16A (Play para leer)

Cada domingo, puntual, el vecino se sienta frente a su piano, posa las manos sobre el teclado y hace sonar la misma canción. Oír a través del forjado como toca la emocionante pieza principal de la banda sonora de The Piano inspira seguridad. No importa si bajo su piano es un domingo triste o un domingo alegre, un domingo de desconcierto, un domingo solitario, domingo de reposo, domingo de playa, domingo de ramos, de resurrección o de pentecostés, no importa. Él toca la canción con su piano.

Hay momentos que despiertan un sentimiento de vacío, una sensación de duda, ocasiones cuando hay que tomar decisiones, decidir la dirección en una encrucijada, instantes que te colocan al borde del precipicio, que dejan a la vista tu soledad, tiempos malos que parece que todo lo cambian, que advierten un futuro incierto. Entonces llega la mañana del domingo y él hace sonar la emocionante canción. La vida sigue su curso, el mundo sigue en su sitio y el rutinario vecino sigue aquí, y vuelve a tocar, una y otra vez. Pasada una hora él se levanta con calma y permanece en silencio.

La calidad con que toca la melodía permite adivinar que se trata de un pianista profesional. Sin embargo, tal vez se trate de algún tipo de fijación extraña que lo ha llevado a la práctica de la idéntica sucesión de notas desde tiempo atrás; siempre hace sonar la misma canción. Como oyente habitual considero que ya ha alcanzado la perfección en eso de tocar The Piano, pero me alegra que aún existan motivos que le lleven cada domingo puntual a acariciar su piano, y mi oído.

viernes, 16 de abril de 2010

Los embarazos no entienden de tuberías

Mi piso se define como un contenedor de acabados de lujo pero se comporta como una caja de zapatos; vivo en un edificio donde, metafóricamente, las paredes son de papel. Comparto escalera con una mujer joven, chaparra y mal teñida de rubio que siempre he pensado que tiene expresión de profesora de secundaria estresada y que vive en el principal. Jamás me ha saludado, ni siquiera una ligera inclinación de cabeza al entrar en el ascensor, una sonrisa en la cola de la caja en el súper de la esquina. Nada.

Una tarde sonó el timbre y, escéptica pensando que tal vez se habían confundido de puerta (¿nadie se ha planteado que desde la era móvil ya nunca recibimos visitas sin ser avisados con anterioridad?), me acerqué al recibidor. ¡Cómo de insólita fue mi sorpresa cuando la chaparra profesora estresada apareció ante mi! Expectante escuché con atención aquello que venía a decirme. Resultó que cada vez que un vecino tiraba de la cadena del wáter la pobre dama estaba obligada a deleitarse con la relajante, tranquilizante y distendida serenata de las tuberías.

Este fue exactamente uno de esos casos que la mente se bloquea por eso que llaman “estado de shock”. Si hubiese tenido un poco más de rapidez mental tal vez podría haberle preguntado qué pretendía exactamente que hiciese yo, espero que no fuese dejar de tirar de la cadena. Tal vez pretendía que fuese a tocarle el timbre cada vez que tuviese que utilizar el retrete para así no oír la metálica música de las cañerías. Tras su visita me planteé varias cuestiones como, por ejemplo, si oiría la cadena de los lavabos situados sobre su domicilio o la de todos los baños de la comunidad. Por su preocupación se podría decir que oía los de toda la manzana. También me pasó por la mente cuál era el motivo que la había llevado a quejarse después de tantos años viviendo en el edificio.

La vecina se paseó puerta por puerta en días alternos durante más o menos nueve meses. Cada semana tenía la barriga más y más sobresaliente. Llegó un punto que parecía que estaba a punto de explotar, no solo por la enorme placenta que cargaba donde nadaban calentitos dos bonitos gemelos sino por lo roja que se le ponía la cara cada vez que se quejaba con su monólogo sobre el ya conocido sonido de las tuberías. Cuando parió, hace ya un par de años, dejó de pasearse por el edificio, dejó de pulsar todos los timbres de la comunidad y dejó de molestar. No se han realizado obras ni insonorizaciones de ningún tipo en el inmueble y el resto de vecinos no lo sé, pero puedo asegurar que, al menos yo, aún no he dejado de tirar de la cadena.