viernes, 16 de abril de 2010

Los embarazos no entienden de tuberías

Mi piso se define como un contenedor de acabados de lujo pero se comporta como una caja de zapatos; vivo en un edificio donde, metafóricamente, las paredes son de papel. Comparto escalera con una mujer joven, chaparra y mal teñida de rubio que siempre he pensado que tiene expresión de profesora de secundaria estresada y que vive en el principal. Jamás me ha saludado, ni siquiera una ligera inclinación de cabeza al entrar en el ascensor, una sonrisa en la cola de la caja en el súper de la esquina. Nada.

Una tarde sonó el timbre y, escéptica pensando que tal vez se habían confundido de puerta (¿nadie se ha planteado que desde la era móvil ya nunca recibimos visitas sin ser avisados con anterioridad?), me acerqué al recibidor. ¡Cómo de insólita fue mi sorpresa cuando la chaparra profesora estresada apareció ante mi! Expectante escuché con atención aquello que venía a decirme. Resultó que cada vez que un vecino tiraba de la cadena del wáter la pobre dama estaba obligada a deleitarse con la relajante, tranquilizante y distendida serenata de las tuberías.

Este fue exactamente uno de esos casos que la mente se bloquea por eso que llaman “estado de shock”. Si hubiese tenido un poco más de rapidez mental tal vez podría haberle preguntado qué pretendía exactamente que hiciese yo, espero que no fuese dejar de tirar de la cadena. Tal vez pretendía que fuese a tocarle el timbre cada vez que tuviese que utilizar el retrete para así no oír la metálica música de las cañerías. Tras su visita me planteé varias cuestiones como, por ejemplo, si oiría la cadena de los lavabos situados sobre su domicilio o la de todos los baños de la comunidad. Por su preocupación se podría decir que oía los de toda la manzana. También me pasó por la mente cuál era el motivo que la había llevado a quejarse después de tantos años viviendo en el edificio.

La vecina se paseó puerta por puerta en días alternos durante más o menos nueve meses. Cada semana tenía la barriga más y más sobresaliente. Llegó un punto que parecía que estaba a punto de explotar, no solo por la enorme placenta que cargaba donde nadaban calentitos dos bonitos gemelos sino por lo roja que se le ponía la cara cada vez que se quejaba con su monólogo sobre el ya conocido sonido de las tuberías. Cuando parió, hace ya un par de años, dejó de pasearse por el edificio, dejó de pulsar todos los timbres de la comunidad y dejó de molestar. No se han realizado obras ni insonorizaciones de ningún tipo en el inmueble y el resto de vecinos no lo sé, pero puedo asegurar que, al menos yo, aún no he dejado de tirar de la cadena.

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