Juan y Rosa crecieron en un entorno donde se podía caminar de Gracia a Sants en quince minutos, rodeado de campo y sin sufrir ningún atasco estando dentro de un autobús. Crecieron en la cuna de una futura gran ciudad, crecieron en época de guerras, en época de chabolas, en una época donde los niños necesitaban el ingenio y la imaginación para poder jugar. Crecieron cuando carros y coches todavía convivían, debían “bajar a Barcelona” de compras. Crecieron en calles donde, a falta de tele, los vecinos eran la mejor distracción. Crecieron en un mundo donde los vecinos eran mucho más que aquellos simples desconocidos con los que se comparten un par de capas de ladrillo.

Rosa se apoyaba en la pared, justo bajo el número que indicaba la posición de su casa, enfundada en un vestido verde y con la cara mirando al cielo, como un girasol. Su tía le hacía compañía hablándole sin cesar de mil y una historias del vecindario sin percatarse que Rosa, joven y guapa muchacha soltera divagaba entre pensamientos sobre el amor sin escuchar una sola palabra. Juan estaba preparando la moto para salir de excursión con unas parejas amigas cuando vio la blanca piel de Rosa brillando en el sol, con aquel vestido verde que la hacía parecer una flor, una flor llena de color crecida en el ensanche de una Barcelona cada vez más industrial y gris.
Lo que pasara en aquella excursión en moto, siempre será un misterio.
Desde luego las excursiones en moto nunca se sabe donde pueden terminar...
ResponderEliminarLa verdad es que me habría gustado conocer la Barcelona de tu relato, parece mágica...